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El consumo y la caza

En este tiempo que nos invade, lo que priva es el consumo, y si éste no se produce, parece que todo funciona mal, mensaje repetido todos los días por los medios escritos, radiofónicos y visuales.

Si no vas de compras a un «macro-centro comercial» eres un bicho raro o no estás en la onda. A nuestra juventud les parece lugar idóneo para ir con amigos, tomar algo de comida rápida y visualizar los últimos modelitos de ropa o de artefactos electrónicos e informáticos… Compras de cosas efímeras, que a los pocos días se olvidan o se almacenan en algún lugar de la casa sin que realmente se les dé un uso práctico y que al final quedan en el baúl de los recuerdos Se ha cambiado el paisaje del campo por el urbanita, hasta las gentes de los pueblos rurales emigran en fin de semana en busca de la ganga que comprar, o simplemente a pasar el rato, la cuestión es consumir lo que sea, ¡si no, no perteneces a este mundo!

Desgraciadamente, esta cultura del consumo invade el mundo de la caza. Lo que más prima es quién abate más número de piezas en el menor tiempo posible y de la forma que sea. No importa el lance, ni los compañeros, ni el campo —algunos no saben distinguir una amapola de un cenizo—, ni los actores principales que son los animales salvajes. ¡Da igual! Lo que importa es la cantidad, aunque sea tres jabalíes de un «cercón» de 400 hectáreas, o siete perdices soltadas dos horas antes en el campo, o un venado que ha estado alimentando artificialmente todo el año.

¿Por qué se producen estas actitudes? Lógicamente porque hay una demanda fuerte, que proviene de la cultura del consumo, avidez extrema de piezas y competitividad que representa vivir en la sociedad actual. Ello conlleva a la comercialización de la caza y por tanto a la degradación de la misma. No se caza para compartir afición, gestión, sabiduría y cultura. ¡No! Lo importante son los números y el trofeo.

Se ha cambiado la visión del campo; antes, el entorno rural era el marco de vida, todo giraba sobre él. Ahora es un medio que visitamos unas horas, sobre un «todo terreno» que nos transporta hasta el mismo puesto, y que muchas veces no apreciamos en todas sus facetas. El campo cada vez es más desconocido, incluso para los que ahora vienen a vivir a él.

Queremos en muy poco tiempo extraer todas sus sensaciones, y esto es imposible de conseguir en una visita de cuatro horas y unos pocos fines de semana al año. Añoro esas gentes sencillas, que conocen palmo a palmo su territorio, en qué lugar crían las perdices, cuándo vuelan y dónde se ponen a tiro de escopeta. Esto se aprende con el tiempo y después de muchas horas tras ellas o simplemente viéndolas corretear por los campos todos los días.

Por eso cazar es algo distinto: cultura, sabiduría, sencillez, naturaleza, olores, visiones, complejidad, amigos, fuego, amistad… esa gente que después de toda la mañana de esfuerzo vuelve a casa con una sonrisa, dos perdices, un conejo o vaya usted a saber. Que disfruta el campo y, lo más importante, nos acompañan con sus conocimientos. Cuando estoy con ellos se me olvida que ese «mundo de consumo» existe… y no tengo ganas de volver a él.

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